Bibliografia completa Rafael Benlloch Navarro, «La casa del doctor Navarro. Evocación de la Alfara de mis tiempos» (1973). Programa de festes 1973, sense numerar.
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Data de publicació Dilluns  3 de gener de 2022

[Programa de fiestas 1973, sense numerar]

La casa del doctor Navarro. Evocación de la Alfara de mis tiempos

Per Rafael Benlloch Navarro

No he nacido en Alfara. No nací a la sombra de la torre cuadrangular, con sus cuatro remates herrerianos (que hoy son sólo tres), de vuestra Iglesia. Ciertamente no puedo por ello llamarme “alfarense”, pero en cambio lo soy por afecto, por inclinación y porque por mis venas corre sangre de uno que sí lo fue, un ilustre hijo de Alfara del Patriarca que se llamó Vicente Navarro Gil, mi abuelo materno.

Y aún añadiría algo más; soy “alfarense” porque de Alfara son los primeros recuerdos de mi niñez, cuando al ir despertando a las sensaciones de la vida se van grabando esas pequeñas cosas, que luego habrán de recordarse siempre y no podrán borrarse jamás, ni aún a pesar del implacable correr de los tiempos.

Por ello no olvido las alegres carcajadas, las canciones y los gritos de aquellas mozas de hace muchos años, que muy temprano pasaban por debajo de mi ventana recayente a la calle de Juan Girones, camino de la “conserva” o de la fábrica de sacos de Vinalesa.

Ni olvido aquellas interminables partidas de pelota que se jugaban -haciendo de frontón la fachada de la casa de mi abuelo-, casi todas las tardes de los veranos, con gran horror al peligroso pelotazo por parte de mis familiares, que a ambos lados de la puerta, y protegidos por ella, se alineaban temerosos de que alguna pelota lanzada con mala puntería penetrase en el caserón, sin previo aviso… y que solían terminar en desbandada cuando hacía su aparición el vigilante alguacil del Ayuntamiento por la calle del Maestro Palau.

Y tampoco, ¡cómo olvidarme!, de una “monumental” corrida de toros en la misma plaza de la Iglesia, en la que tomamos parte, y “ toreamos “ todos los que hoy ya somos “Cincuentones”, un bastidor con “cuernos” -simulados con dos ramas curvas de naranjo-, que a instancias mías nos habían fabricado Miguel, el carpintero -el de aquella magnífica voz de tenor-, y su hermano Vicente. Y aún recuerdo, de aquella ocasión, mis desesperados esfuerzos infantiles en ordenar y organizar, como una corrida “formal”, lo que nunca pasó de un modesto remedo de «capea».

De este modo podría contar… contar y no acabar, de mis “viajecitos” y “recaditos” que me encomendaban en mi casa, unas veces a la tienda de aceite de la calle de la Sisterna, al horno, en la del Dr. Navarro, o a la droguería de la calle de Caballeros, y mis paseos por la tarde, con mis familiares, o con el Santo Señor Vicario, Don Bartolomé Caballer, hasta el molino de los Alcañiz, mis parientes, o a la Ermita de Santa Bárbara.

¿Y qué decir de los “toques” de vuestras campanas? Al “rosari” -alguna vez lo toqué… y me equivoqué de toque-, a “gloria”, a “aniversari” o aquél más lúgubre de “soterrar”.

Por ello, al recordar vuestra Iglesia, sentí profunda emoción el pasado verano al asistir a Misa un sábado, después de más de treinta años de no haberla pisado. Y eché de menos muchas cosas en ella; aquel retablo del Altar Mayor, con “Sant Bertomeu”, y por encima de él el “Beato” que -parcialmente cubierto por el cuadro que en ocasiones habría de servir de cortina de la hornacina del Apóstol Patrón del pueblo-, parecía estar asomado a una ventana, para “vigilar”, desde ella, a sus queridos hijos de Alfara…. Y aún “me veo” allí, muy seriecito, en el banco de los hombres oyendo la Misa Mayor de los Domingos, que, al armonium del hermano del droguero de la calle de Caballeros, era cantada, desde el coro, por un grupo de esforzados fieles, que, eso sí, interpretaban de un modo harto peculiar el gregoriano.

Y recuerdo también, ¡cómo olvidarlas!, vuestras procesiones, la de San Bartolomé, la de Santa Bárbara, la de la Virgen de Agosto… y “veo” en ellas a las niñas de entonces -las madres de ahora-, haciendo “el paset” delante de las andas del Santo que se sacaba en la festividad correspondiente.

Y por fin el “Castell”, el alma y la razón de ser de nuestra “terreta”. Ese vetusto pero erguido y firme bastión del gótico rural valenciano – para mí no hay parteluz más hermoso que el de la ventanita ojival de su fachada-, en donde un día vivió Bonifacio Ferrer, hermano de Vicente, el Santo Predicador -que es tradición que también se alojó allí, en la habitación de debajo de la “torreta”-, y más tarde aquel Arzobispo Juan de Ribera, que dándole apellido a Alfara dejó la impronta en ella de su escudo episcopal: el cáliz, la Forma y las dos llamas ardientes a sus lados. ¡Tres Santos valencianos -pues Bonifacio es Beato-, se cobijaron entre sus muros, tres Santos valencianos que beberían de aquel pozo que ni en los años de mayor sequía se agotó! ¡Que ellos rueguen por Alfara y por sus hijos como sus más firmes valedores!

Pero el recuerdo mayor es para la “casa del Dr Navarro”, o de “Don Vicent”; de aquel hijo del pueblo que con su esfuerzo y con su inteligencia supo alcanzar los más altos niveles de la Medicina valenciana, y que honrado por vosotros al dar su nombre a una de vuestras calles, honró él a Alfara, como médico y como Catedrático de nuestra Facultad de Medicina.

Domiciliado por su profesión en la capital, no podía olvidar su nacimiento, y allí iba todos los años por el verano, a una casa, primero de la calle de Caballeros, y desde 1918 a aquella otra casona frontera con la Iglesia, y que, en ángulo con el “Castell” cerraría el cuadrado perfecto de la Plaza, hoy de San Juan de Ribera. En esa casona se centran todos mis recuerdos, y alrededor de ella han girado buena parte de los acontecimientos de Alfara en los últimos veinticinco años.

Era deseo del Dr. Navarro que fuese un día albergue y casa solariega de todos los de su estirpe, y con esa ilusión ni se puso coto al terreno ni se escatimó el número de sus aposentos, amplios y recayentes, los más, a la fachada, capaces de acoger a todos sus hijos, y aún a los hijos de sus hijos, pues no en balde se dejó, en el segundo piso, una amplia “andana”, que si no habría de servir para guardar frutos del campo, como sus similares de las casas de los labriegos, sirviera en cambio, cuando el caso llegase, para levantar, para sus nietos, cuantas habitaciones pudieran precisarse.

Encargó su construcción a un joven arquitecto que hizo en ella sus “primeras armas”, y a fe que demostró su gran capacidad, su talento y su gusto; no en balde sería, con el tiempo, uno de los más afamados de Valencia, y del que tan sólo el edificio de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, es suficiente “botón de muestra” para certificar la valía de Antonio Gómez Davó.

Para que fuera la casa digna pareja del vetusto y noble “Castell” se eligió el estilo español, con resabios aún del gótico, de nuestra Generalidad para su fachada y para que el recuerdo de Juan de Ribera -Señor un día de aquél-, no faltase, hasta los azulejos que cubren, formando zócalo, sus paredes en la planta baja, son de los llamados “de diamante” o del Patriarca, por constituir la decoración de la Iglesia del Colegio del Corpus Christi, y aún, por si ello fuese poco, hasta la misma escalera es réplica exacta de la que da acceso a los pisos altos de esta Institución tan valenciana.

Siguiendo la armonía del conjunto, el comedor, de gran chimenea con poyos a ambos lados, es una muestra de ese estilo español, que en su constante severidad, adquiría aquí la nota alegre de los azulejos y los platos y cacharros maniseros en sus paredes; y para romper un poco aquel aspecto, junto a la “entrada” de gran casona valenciana y a su izquierda, se abre ampliamente un salón o “hall” de estilo “modernista” al que para deslindarlo de la uniformidad del resto, se llega por tres largos escalones extendidos a todo lo ancho del gran arco escarzano que le da acceso. Hoy, como ornato, se le ha añadido una verja que jamás tuvo en los primeros tiempos.

Y por fin su “torre” cuadrangular, abierta por sus doce ventanas a los cuatro puntos cardinales, desde la que podía dominarse buena parte de la vega valenciana, y desde la que, en mi infantil fantasía, pretendía divisar los más lejanos puntos del orbe, al considerarla como la más alta atalaya que existir pudiera. Hoy los años, y las más altas edificaciones surgidas a su alrededor la han dejado harto más modesta en altura de lo que yo me había forjado, pero aún es punto de referencia que claramente se distingue desde las terrazas altas de algún pueblo cercano.

Y junto a la casa, el jardín, tapias por medio con el famoso “hort del Castell”, de magníficos frutales, mimosamente cultivado por aquel buen Ricardo, inquilino de aquellas paredes históricas, junto a su esposa Carmen, que con veneración cuidaba que nunca faltasen flores en el halda del hábito de un monumental San Diego, que procedente del viejo convento de franciscanos -ya entonces fábrica de cerillas-, había quedado allí, tras de la desamortización del pasado siglo.

Por ello el jardín -que también limitaba con el “corralet” de alguna de las casitas de la calle de la Santísima Trinidad-, era entonces más pequeño que el de ahora, ensanchado al unirlo al viejo huerto del “Castell” allá por los primeros años de la década de los cuarenta. Pero no sería tan pequeño, cuando en él, alrededor de sus cuidados cuadros de flores, aprendimos a montar en bicicleta la mayor parte de los nietos del Dr. Navarro, y servía a su vez de adecuada cancha de frontón para sus hijos y yernos, que alternando con otras, más pacíficas, partidas de dominó, distraían así las alegres tardes veraniegas.

Pero toda esta larga serie de recuerdos tuvo su fin cuando en julio del 36 fue invadida y saqueada la casa, que habría de servir, entonces, como sede del “comité” del pueblo, y porque nada faltara, hizo también las veces de “fortín” en una de aquellas pequeñas “guerritas” de las que en la zona republicana se organizaban con no desusada frecuencia enfrentando entre sí a militantes de distinta ideología dentro del mismo campo de la República.

Con el fin de la contienda, la casa volvió a su primitivo dueño, que ya, por desgracia, no pudo verla de nuevo, pues fallecería en aquel mismo año, y tras de disfrutarla unos pocos más su hijo D. Alberto Navarro, pasó a ser propiedad de las Religiosas Argentinas que instalaron en ella, ampliándola incluso, un Colegio por el que habrán pasado muchas generaciones de jóvenes alfarenses.

Finalmente ya, y desde hace tan sólo poco más de un año, ha pasado a ser propiedad del Ayuntamiento, para instalar allí su sede, cumpliéndose así el más noble fin, de quien la levantó, para solaz y descanso de los suyos, hubiera podido soñar, si éstos, por circunstancias imprevistas no hubieran podido continuar en ella.

Y hasta aquí la pequeña, pero entrañable historia de un viejo caserón, fruto y testimonio del amor hacia la tierra que le vio nacer, y vinculación espiritual hacia ella misma de cuantos nos gloriamos ser descendientes de aquel alfarense ilustre que fue Vicente Navarro Gil.

Dr. RAFAEL BENLLOCH NAVARRO

BIOGRAFIA Dr. NAVARRO

Nació el 16 de diciembre de 1857 en el seno de una familia dedicada a la agricultura y al comercio.
Hizo sus primeras letras en el Colegio San Rafael de Valencia.
Cursó el Bachillerato en las Escuelas Pías, acabándolo a los 13 años.
A los 15 fue nombrado alumno interno de la Facultad de Medicina.
A los 17 terminó la carrera de Medicina.
Fue escasamente un año Médico Titular de Bétera.
En 1881 se graduó en el Doctorado de Medicina.
Ayudante de clases prácticas por Oposición en 1883.
Profesor clínico por Oposición en 1889.
Consiguió la Cátedra de Fisiología y Obstetricia y Ginecología.
En 1903 ingresó como Académico Numerario de la Real Academia de Medicina de Valencia.
En 1911 fue nombrado Catedrático Numerario de la Facultad de Medicina de Valencia.
En 1929 se jubiló de la enseñanza, pero siguió ejerciendo la medicina.
Falleció a los 82 años, el 24 de octubre de 1939.

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